martes, 22 de marzo de 2005

Destellos (I)

Marcelino era hombre de pocas palabras. Mientras todos sus compañeros habían logrado ocupar puestos de cierta relevancia en cargos tan peregrinos como políticos, él permanecía como Prometeo, atado a la roca que era aquel archivo diocesano.
Acostumbrado como estaba a lidiar con manuscritos de la Archidiócesis y a procurar partidas de nacimiento y de defunción por encargo, había dedicado buena parte de su tiempo a investigar, de tal suerte que, tras quince años de honroso y eficiente trabajo, había escrito cerca de cuatrocientas páginas sobre un viejo canónigo del XVIII conocido más por sus andanzas sicalípticas que por sus servicios a la comunidad –que los hizo, y gloriosos, por cierto—, que había escrito más de una centena de opúsculos diseminados aquí y allá.

Y así, nuestro buen Marcelino, abrumado tal vez por tantas obligaciones y sintiéndose de alguna forma liberado con aquella su nueva tarea, dio a la imprenta sus folios encomendándose al Altísimo.

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