Marcelino era hombre de pocas palabras. Mientras todos sus compañeros habían logrado ocupar puestos de cierta relevancia en cargos tan peregrinos como políticos, él permanecía como Prometeo, atado a la roca que era aquel archivo diocesano.
Acostumbrado como estaba a lidiar con manuscritos de la Archidiócesis y a procurar partidas de nacimiento y de defunción por encargo, había dedicado buena parte de su tiempo a investigar, de tal suerte que, tras quince años de honroso y eficiente trabajo, había escrito cerca de cuatrocientas páginas sobre un viejo canónigo del XVIII conocido más por sus andanzas sicalípticas que por sus servicios a la comunidad –que los hizo, y gloriosos, por cierto—, que había escrito más de una centena de opúsculos diseminados aquí y allá.
Y así, nuestro buen Marcelino, abrumado tal vez por tantas obligaciones y sintiéndose de alguna forma liberado con aquella su nueva tarea, dio a la imprenta sus folios encomendándose al Altísimo.
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